[en] El poeta abrió los ojos antes que los gallos. No sintió la helada y bebió el frío del café, descalzo se arrojó a la calle y las nubes lo abrazaron, sólo un perro flaco enrollado en sí mismo pudo verlo por última vez. El poeta no tenía el rostro triste, simplemente no tenía rostro. Era tan simple como una sombra flaca flotando. Tomó un camino que jamás había visto, pero la vereda estaba llena de huellas de todos los tamaños. Antes del murmullo de los pajaritos friolentos se fue desmembrando
Al salir el sol, el pueblo despertó; nadie se preguntó por el poeta que cantaba en las calles angostitas de piedra, el que escribía gigantes poemas en los muros abandonados; él, que con su chuj de lana y periódico bajo el brazo alegraba las calles con su silbido, del pintoresco hombre que comía hojas y bebía el néctar de los árboles, del sujeto que reía consigo mismo y se contestaba feliz. Del tipo que todos admiraban porque no sabían de dónde había llegado, pero era el más radiante.
Un pueblo que fue conocido por las flores que el poeta sembró y que todas las mañanas se tapizaba de mariposas blancas, el que llevó a lejanas tierras las palabras que arrancó debajo de las piedras de los ríos que regaban los berros, del que llenó de libros a los niños detrás de sus ruedas de madera, que regaló a las niñas unos trompos de avellanas gigantes que cantaban al bailar. Que charlaba con las ancianas y las invitaba a rumorear cantilenas desconocidas. Que enseñó a los hombres a escribir y a las mujeres a andar en bicicleta.
Pero un día, las mariposas dejaron de llegar y dejaron de revolotear sobre los repollos, los tordos azules ya no cantaron y el frío comenzó a lastimar. Los ríos no saltaban alegres sobre las piedras redonditas entre las curvas caprichosas, los habitantes notaron que los niños crecieron muy rápido y las niñas perdieron sus gordas avellanas. Los hombres más fuertes se enfilaron al norte y las mujeres arrinconaron sus velocípedos. Murieron los más viejos y las ancianas enmudecieron.Lo supieron cuando la casita de lodo y carrizo hecha con sus propias manos se derrumbó, lo buscaron en los raquíticos escombros y sólo encontraron su corazón que aún palpitaba rebosante de vida. Fue entonces que todos hicieron sus maletas y huyeron lo más lejos que pudieron. Un perro flaco enrollado en sí mismo fue el único que se quedó en ese pueblo que se convirtió en fantasma.
Esta narrativa del libro Donde las piedras respiran aparece aquí por permiso de Emilio Gómez Ozuna, un artista y escritor en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, Mexico.